domingo, 7 de octubre de 2007

No hay nada que me produzca ahora más recogimiento y sosiego interior que contemplar el vuelo de los gansos de Valby en una puesta de sol. La paz de ese paisaje me resulta indescriptiblemente bella. Mi espíritu se eleva cada vez más, como queriendo volver a su hogar, con el crepúsculo. Se me aparece como un ara en el que me dispongo a inmolar toda mi existencia, y lo que más quiero, en pago de mis ofensas. Sé que no falta mucho para mi muerte. Aunque, en cierta forma, ya he muerto. He muerto para el mundo y he muerto para ella. Incluso para mi mismo, porque ya no soy el que era ni el que seré. ¡Dios mio, cuánto aún más he de vivir, cuánto más he de sufrir! Pero, ¡qué bella, con todo, es mi vida! Si no fuera por el amor de Dios, y a Jesús, nada tendría sentido. Sin fe, ¿qué sería de mi y de este mundo?
Ninguna filosofía podría explicar lo que me pasa (a duras penas lo entiendo yo). Ninguna filosofía, ningún sistema, puede comprender la existencia, mi existencia; y, por tanto, la muerte. Si queremos comprenderlas, no queda más remedio que tener fe; porque sin fe, no puede haber verdadera contemplación ni acción. La verdad que siempre busca la filosofía, justamente es inalcanzable para la razón; pero no para el escrutinio de los ojos de quien tiene fe. Así pues, abre tu corazón, no tu mente; solo de este modo podemos acercarnos al misterio mismo.
La filosofía vive del asombro; la fe, de la esperanza; la libertad, de la angustia; y el pecado de la desesperación. Pero el individuo singular vive por el espíritu y de la soledad. Ninguno de esos conceptos se pueden entender al margen de la existencia de ese individuo singular, que es al que en realidad le importa su significado.

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