lunes, 20 de octubre de 2008

¿Qué es la angustia? (y III)

La clave para entender todo esto está en el papel que juega el espíritu en la síntesis; de hecho, la angustia es una categoría del hombre como espíritu. Pues bien, el espíritu es una determinación antropológica que nos hace ser “individuos singulares”, únicos e irrepetibles, a la vez que nos aísla y nos pone frente a todos los demás y frente a Dios. La cuestión es que el hombre en cuanto mera síntesis, no es espíritu todavía; para que lo sea, la síntesis se debe relacionar consigo misma; o mejor, si se relaciona consigo misma es porque el hombre es espíritu. Sin embargo, el espíritu con relación a la síntesis no hay que entenderlo a la manera hegeliana, como el tercer momento de un proceso dialéctico por medio del cual se superaran y reconciliaran los elementos discordantes de la síntesis (interpretación a la que puede prestarse según el ambiente hegelianamente asfixiante); de hecho, el espíritu jamás puede superar del todo las contradicciones internas de la misma síntesis. Aunque el espíritu constituya la relación implícita en la síntesis y, por tanto, en cierto modo establece una armonía en los elementos entre sí, no obstante, cuando aparece el espíritu introduce una discordancia, una hostilidad que quiebra la síntesis. El espíritu, pues, es a la vez un poder amigo y hostil. La consecuencia lógica de lo que acabo de decir es que en el momento que el hombre como espíritu se relaciona consigo mismo surge la angustia; porque la síntesis no está garantizada y el hombre debe optar (elegir). El espíritu no puede renunciar a constituir la síntesis, pero tampoco puede imponer ni ratificar ninguna armonía, ninguna paz y reposo.
Lo que ocurrió en aquel estado primitivo de inocencia, es que el hombre ignoraba el poder de su libertad. La prohibición divina de comer del árbol del bien y del mal, provocó en Adán y Eva el deseo de saber. Con ello, su ignorancia se convierte en angustia desde el instante en el que la prohibición despertó «la posibilidad de la libertad». Es la pura posibilidad la que hizo surgir la angustia de no entender la prohibición y, por tanto, la necesidad de experimentar el poder de la libertad. Al dar ese “salto” en el vacío la inocencia se perdió, y se perdió por “nada”.
Pero lo que era nada se convierte ahora en algo: en culpabilidad y pecado. Lo que sucedió después es la historia humana y personal de cada uno. Una vez dado dicho salto, el hombre no pudo retroceder, sino que la posibilidad de la libertad le fue llevando de un lado a otro, de un posible a otro posible, y lo que era en principio una simple predisposición se asienta como una realidad. Es como cuando se suelta o se dispara un resorte que no parase de rebotar: ese muelle que siempre nos impulsa sigue siendo la angustia, la angustia de la nada. Por eso, además, el hombre no es capaz de escaparse con sus solas fuerzas de la condena del pecado y necesita de la gracia divina. La redención, en ese sentido, resulta ineludible; porque sin ella, sin la esperanza que nos ofrece Jesús (el camino, la verdad y la vida), sin la fe, ¿quién podría salvarse? Pero sin la angustia, ¿quién lo sabría? ¿Qué mayor vértigo puede tener ante sí la libertad humana que la del abismo de su condenación o salvación eterna? ¿Qué mayor soledad que la de saberse el hombre único frente a la tentación, el pecado, la muerte, pero además frente a un Dios amoroso y misericordioso?

domingo, 19 de octubre de 2008

¿Qué es la angustia? (II)

Hablar de angustia significa hablar de la tentación y el pecado. Como nos recuerda Vigilius Haufniensis en El concepto de la angustia, ésta es una determinación intermedia con relación a la tentación.
Esto quiere decir que si tiene un papel de intermediación, debe haber unos polos, elementos o extremos interrelacionados por la mediación de la angustia. Así pues, la dialéctica de la angustia involucra una estructura necesaria, cuyos elementos son la tentación y la posibilidad, el pecado y la gracia, la condena y la salvación. Por eso, la angustia se presenta siempre de forma inexorable, tanto en un polo como en el otro. No es que la angustia acompañe solo al elemento negativo, sino que sin ella ni siquiera sería posible la salvación. En definitiva, la angustia representa un poder inmenso y terrible.
Ese poder se acentúa con la nada de la posibilidad. Lo posible en cuanto posible, la posibilidad misma de la libertad en su inconcreción, no es nada; y esa nada es justo lo que tienta. Pero si es así, no es nada, es algo; y ese algo, ¿qué es? La inocencia.
Si hablamos de inocencia es gracias al pecado, ¿cómo pensar, entonces, en ese estado anterior a la pecaminosidad? En este estado el espíritu está como soñando. Y ¿qué sueña? Se sueña a sí mismo. El espíritu como tal todavía no ha aparecido. Es decir, el espíritu está como ausente porque la síntesis (entre lo anímico y lo corpóreo) aún no se ha puesto. O lo que es lo mismo: la relación simple o inmediata entre los elementos que componen la síntesis no ha llegado a ser reflexiva y, por tanto, no se relaciona consigo misma. En el estado de inocencia existe una continuidad directa o una solución de continuidad entre esa doble naturaleza que compone al ser humano: lo material y lo inmaterial; pero también entre el hombre y el mundo o naturaleza, entre el hombre y Dios.
Justo esa armonía, esa paz y reposo, se rompió con el Pecado original de nuestros primeros padres. Este no fue simplemente el primer pecado, sino que por él entró la pecaminosidad en el mundo y en la naturaleza humana; y con ella, la corrupción y la degradación. Ahora bien, tal caída aconteció porque ya en dicho estado de inocencia se encontraba al acecho, escondida entre sus pliegues, la angustia misma: la angustia por nada. ¿Cómo es posible? Aquí nos topamos con el misterio mismo.
El espíritu (o yo) del hombre soñando no distingue el sueño de la realidad; de tal manera que se sueña en su soñar como real, pero no es nada. Esto es, la posibilidad real del espíritu está dormida (suspendida) y la inocencia consiste en que no se ha dado cuenta de ello. El espíritu, en verdad, aún no está actuando, no se está manifestando; por eso el espíritu no tiene más realidad que ese su soñar su realidad, es decir, su nada. Y precisamente esta nada es la que tienta, es la que angustia. ¿Por qué? Porque, a pesar de todo, hasta la misma nada tiene ser, quiere ser; aunque desaparezca cada vez que lo pretenda. Este es el gran poder de la nada: la angustia de no ser, de no ser real y, con todo, atraer y cautivar. Algo que, por otro lado, atrae (no fue, pues, la serpiente la que sedujo y engañó a Eva, sino esta angustia) tanto como, del mismo modo, provoca rechazo. Aspecto que recoge Vigilius en esa “definición psicológica” de El concepto de la angustia cuando afirma: «La angustia es una antipatía simpatética y una simpatía antipatética». Con lo cual quiere subrayarse ese carácter ambiguo de la angustia.

sábado, 18 de octubre de 2008

¿Qué es la angustia? (I)

Fundamentalmente la angustia es ─como ya he afirmado─ una categoría del espíritu (así pues, humana, muy humana), del hombre como espíritu que, con seriedad, se enfrenta a la tentación; o si se quiere, a la posibilidad misma como tentación. Es más, en este sentido, la angustia aparece en cuanto surge la posibilidad, esto es, lo posible en cuanto posible. El quid de la cuestión reside justamente en el hecho de que lo posible se reconoce como tal y, por tanto, se hace a sí misma como posibilidad. Lo cual supone que lo posible es posible o no. Pero para ello, ¡debo suspenderme en el abismo de mis posibles y elegir la posibilidad misma! En breve: si todo es posible es porque nada (lo) es, de modo que al elegir algo, un posible, he elegido elegir y, por tanto, me he tenido que poner en el vacío de mi ser. Esto significa que la angustia posee un carácter ambiguo: lo mismo nos lleva al pecado que a la salvación; nos indica tanto el camino del bien como del mal. Justo esta ambigüedad, esta imprecisión es la que origina la angustia, la cual nunca se abandona y nos acompaña toda nuestra vida de generación en generación.
De manera romántica, se podría afirmar que la angustia es como la “vibración” del espíritu humano ante la llamada de la responsabilidad eterna. En suma, la angustia es la anticipación y la precipitación de la misma libertad del hombre que despierta del sueño de la inocencia. En este sentido, la angustia se refiere siempre a un estado, a una situación que tiene que ver, sin duda, con cierto tono o disposición vital. O expresado con otras palabras: la angustia pertenece a todo estado de ánimo, temple, sentimiento, emoción, ambiente humano que despierta al espíritu ante la posibilidad de la libertad. Como tal, la angustia vive en la interioridad más íntima del ser humano conformándolo en una individualidad consciente y solitaria; en un alguien que temblorosamente se posiciona frente a sí mismo y a Dios. De nada sirve estar rodeado de mucha gente, de amigos o establecer relaciones familiares ¿Quién no se ha sentido absolutamente solo en medio de la impersonal masa y angustiado? Sin embargo, a no ser por ello no nos daríamos cuenta de nuestra propia heterogeneidad diferenciadora; o expresado de otra manera: sirve para llegar a ser un individuo singular, que es lo que en realidad somos.
La angustia es como un cruce en el interior de la persona entre la determinación natural o animal y la determinación espiritual. Por ello, podríamos considerarla también como el signo de nobleza de nuestro origen divino; como la marca que el Sumo Hacedor ha dejado en nuestra naturaleza, pero que nos recuerda además nuestra ofensa al mandato divino que nos exigía obediencia y confianza en su gracia.