lunes, 8 de octubre de 2007

Existía una vez un hombre tan desesperado por su amor, que por pura desesperación no podía ni decirle cuánto le atormentaba dejarla. Pero él sabía que no podía continuar en esa situación, y mucho menos seguir ofendiendo a Dios, haciendo como si no pasara nada. Además, ya había comprometido su palabra y esto le punzaba hondamente en su corazón. Se daba tanta lástima, que intentaba huir de cualquier mirada para que nadie pudiera descubrir su gran secreto. ¿Cómo le diría que la dejaría?; ¿cómo abandonarla sin hacerle ningún daño?; ¿cómo explicárselo todo?; ¿cómo vivir entonces sin ella?
Existía una vez un hombre que cuando creyó haber perdido su amor, lo recuperó con más pasión todavía. Pero mientras más pasión más angustia le provocaba, porque la posibilidad misma de poseerla o de perderla le atemorizaba. Y sin embargo, la quería profundamente. Algo tan absurdo como la fe, sin la que no habría esperanza alguna de estar con ella.
¡Pero a quién le puede interesar lo que escriba! ¡Quién podrá consolarle!


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