jueves, 30 de agosto de 2007

Dios es el Absoluto. La relación con Dios, pues, es la relación con lo absoluto. De aquí se deduce tres ideas importantes: 1) que Dios es la absoluta Alteridad, el totalmente Otro, por completo heterogéneo; 2) el deber con Dios es un deber absoluto; 3) la relación con Dios no puede ser más que absoluta.
El problema que surge inmediatamente es el de cómo es posible entonces cualquier relación con Él, por un lado; y explicar cómo es posible cualquier otro deber frente al deber absoluto con Dios, por el otro. Porque Dios exige nuestra entrega incondicional; sin embargo, a la vez el amor al prójimo como a nosotros mismos. En este sentido, el amor ya es de por sí trascendente, y el nexo que no solo nos auto-relaciona con nosotros mismos, sino también con los demás y Dios. El amor, pues, salva la infinita distancia. Pero el amor personaliza, por lo que la relación es, además, personal, con los demás y con un Dios personal que nos trata amorosamente. ¡Oh Padre mío, que nos dignificastes con tu amor, que te revelaste providencialmente, y que con ilimitada misericordia siempre esperas nuestro arrepentimiento!
Por otro lado, cualquier otro deber que no sea el de Dios queda como suspendido y supeditado, pero no negado. Entonces Dios es el fin absoluto, respecto al cual todo lo demás se convierte en relativo. En el caso de que lo general -lo ético universal- entrara en conflicto con este fin o deber absoluto, sería una prueba o tentación; algo que requeriría de la fe y de la paradoja, porque racionalmente no se puede entender. Es más, la ética misma representa la tentación para aquel individuo singular, caballero de la fe, que incomprensiblemente sigue el mandato de Dios -como Abraham. ¡Quién pudiera tener el coraje de esa fe! ¡Quién no quisiera tener esa comunicación privilegiada con Dios! Y sin embargo, cuánto temor y temblor, cuánto vértigo me produce siquiera imaginarlo.

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