¿Cuál sería la respuesta a la gran pregunta de mi ruptura del compromiso matrimonial con ella, mi dulce Regina?
No es algo simple de responder, o más bien de explicar -mucho menos a ella. La razón última estaría en mi relación con Dios. Pero para entender el final hay que empezar por el principio. Cuando la conocí apenas era una niña pizpireta y jovial; de porte noble, maneras lozanas y cabellos de atractivos rizos. Recuerdo que la pretendía su actual marido, Frederik. Pero yo me sentí sin remedio alguno inmediatamente atraído por ella; además, me espoleaba en aquella época mi orgullo de seductor donjuaniano. Claro que pronto advertí que no podía asumir de forma seria una relación puramente estética. En definitiva, para mí era un reto -más tarde comprendí que más bien era una prueba- al que no podía renunciar. A pesar de mis dudas, di el paso hacia el compromiso, para resolver éticamente lo que no podía tener una salida estética. Sin embargo, me arrepentí al poco tiempo también. No quería darme cuenta de todo aquello que pudorosa y celosamente ocultaba: la relación con mi padre; mis extravíos, deseos y excesos; mi melancolía y mis ansias de padecer. En pocas palabras, mi vida interior era inconmensurable con respecto al mundo exterior, y al brillo que en él buscaba ella. Fue solo más tarde, conforme crecía mi interioridad desbordante, cuando se me reveló la verdad: debía sacrificar mi relación con Regina como un castigo que me imponía Dios. De esa manera, esperaba que mi fe salvaría la relación de forma absurda. No obstante, no sé en realidad si no tendría que haber roto con ella si hubiera tenido fe en mi vida junto a ella. En todo caso, al igual que en Abraham, debía guardar un silencio incomprensible que a pesar de todo expresé con mis pseudónimos. Porque se trataba de algo "privatissimum", no "publici iuris". Ahora ya solo deseo poder estar con ella en el Cielo y charlar eternamente con mi Jesús.
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