¡Ah, cómo era mi padre! No había nadie que pudiera competir con él dialécticamente. Hacía de la conversación un arte difícil de superar, rebatiendo los razonamientos del contrario con la misma facilidad con que me hacía imaginar, con todo lujo de detalles, un paseo por las calles de Copenhague. Toda esa fantasía desplegada con los pseudónimos le debe mucho a ese viejo listo comerciante, que jugaba con sus interlocutores desconcertándolos por completo; esta actividad paternal me impresionó hondamente cuando de niño, a escondidas, contemplaba sus tertulias en nuestra casa familiar de Nytorv.
Ahora yace bajo tierra, pero no su tremenda melancolía religiosa ni su imaginación que como herencia, igual que su fortuna, me ha dejado. Gracias a eso, y a mi imprudente amada, me he convertido en lo que soy: un escritor y un poeta del cristianismo. ¡Cuánto daría ahora por tener a ambos conmigo! Sin embargo, Dios así lo ha querido. Solo Él sabe cómo he sufrido, y sufro aún; pero debo llevar mi cruz hasta el final. Cuando todo haya pasado, cuando ya no pueda dar mis paseos, cuando repiquen las campanas en Vor Frau Kirke, entonces mi espíritu descansará y mis penas se convertirán en un gozo eterno.
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